Del último punto en adelante, sucedieron demasiadas cosas, tanto en el viaje, como posteriormente.
No valdría la pena, por falta de letras, tiempo y ganas, relatar tanto y cada día.
En breves palabras, el centro de Oaxaca es interesante, nada más; Monte Albán es bueno; las playas de Oaxaca son excelentes. Estuvimos dos días varados en la arena de Puerto Angel, una pequeña bahía enfrente de un pequeñísimo puerto pesquero, escondido y privado: Los pescadores, una señora que cocinaba delicioso, nuestra casa de campaña, las rocas altas y los clavados al mar, nadar entre los peces y corales, la paz y el olvido.
Después fué Chiapas, increíble y monumental. El cañón del sumidero desquiciantemente imponente, kayak en el rio Grijalva entre paredes gigantes de roca, caminata entre la selva, tirolesa entre los cerros, San Cristóbal sobre las nubes, la niebla constante en el camino, las artesanías, la lluvia y los indígenas, las ruinas increíbles y tan místicas de Palenque, los vendedores ambulantes, los "muertos" en la carretera, las cascadas de Agua Azul, la vegetación densa y las curvas infinitas.
Finalmente fue una semana en Monterrey. Las avenidas grandes, los edificios, la lluvia y las inundaciones, los bares y los martinis, la noche y los taxis, el olor a humedad y movimiento, el departamento y su inhabitable condición, el sillón y la tele de noche, la casa en los bosques de la loma, la despedida y una inquietante resistencia a volver a mi pueblo.