Extracto de 'Mis armas secretas'
"Mi revolucionaria teoría es que los árboles crecen lentos porque son flojos" --Hzowy. (Yo quisiera un postulado de tal magnificencia y belleza).
Este relato siguiente está tomado de 'Mis armas secretas' de Hzowy. Léanlo, vale la pena a pesar de tanta letra; si les interesa, luego les paso la dirección, pues no quiero andar promoviendo blogs que no sé si desean privacidad.
"Aquello estaba invadido de bebés..."
Mis parientes viven en el onceavo piso del edificio Tuscany Tower sobre la avenida Winston Churchill en una zona conocida como Punta Paitilla, perteneciente a la Ciudad de Panamá. El área es una de las más exclusivas como se puede constatar por los altos edificios de arquitectura "Miami Vice" con vista al mar o las calles repletas de Mercedes-Benz y Jaguars.
El movimiento en la ciudad es mas bien furtivo, pareciera que no hay muchas personas o andan muy rapido por todos lados, agazapados entre los matorrales, mirando entre cada hoja para asegurarse y después salir corriendo hacia el próximo arbusto y así. Incluso ir al centro comercial no es tan divertido porque la gente es otra cosa, no en un sentido metafísico, sino que hay una incompatibilidad manifiesta. Caminar no tenía el mismo efecto relajante de siempre y me resultaba abrumador notar que todo áquello estaba lleno de pijos: un montón de judíos con su camisitas (Hard Rock Cafe Jerusalem) y sus gorritas y su estupidez (y uno se sorprende lo iguales que son todos); los chinos y japoneses totalmente estoicos y el ocasional negro que podía darse el lujo de caminar por la zona. A falta pues, de opciones, decidí avocar mis dos semanas de estancia a la lectura y ese canal francés con paupérrima programación... y quizás observar. En un principio me pareció casi didáctico abrir los grandes ventanales que apuntan al sur y mirar. No hacía falta mirar algo concreto, pronto desapareció mi objeción y me deleitaba por horas girando azarosamente mientras leía con ese aire de Mimarine Kirigoe. El sol lo iluminaba todo, la playa no cubría nada y mi invierno transgredido; con todo eso me sentaba a ver a las personas que caminaban fugitivas en dirección al mar (oeste) o al Multicentro (este).
De noche se apreciaba dolorosamente diferente porque no hay gente ni luz. El viento se confabula con todo lo demás para obligarnos a hacer algo estúpido como leer a Cortázar con ganas de sentirse intelectual y misterioso mientras un mechón de pelo negro le cubre la mitad de la cara, cruzando las piernas sugestivamente homosexual, sugestivamente a nadie, al vidrio y su ventana, a la pared angosta y baja. Por lo menos eso es lo que pensaba de la ventana con sus noches y la luna invadiendo el rellanito con su balcón de aparador o de jaula de zoológico, una falta absoluta de potencial, y como siempre, como toda mi vida que consistentemente es un error, estaba equivocado.
Encontrámdome pues, en el el decimoprimer piso, me era fácil ubicar los apartamentos que coincidían con el mio en edificios contiguos (Toledo, Vizcaya, Majestic...) e incluso podía darme el lujo de observar lo que pasaba algunos pisos arriba y algunos pisos abajo en una cascada vouyerista inevitable. Fue cuando empecé a infiltrarme. Algún día me encontraba rabiando y decidí sentarme en el amistoso balconcito a oscuras, con la respiración entrecortada, como siempre que pierdo los estribos. Decidí sentarme ahí por el potencial relajante del lugar y por la bellísima-monótona vista que ofrece. Quizás no encendí la luz para no aullentar el aire romántico y desgarrador que invadia el cuarto, pero no podría asegurarlo. Mas tarde pensé que sería estimulante tirar un colchón y hacer el amor junto a la ventana, viendo los edificios con sus luces que se prenden y se apagan (al azar en un espectáculo multicromático-nocturno-habitacional-polimórficamente lento). Craso error. Mientras miraba, mientras disfrutaba del paisaje, con el rabillo del ojo atisbé la imagen inestable de un televisor en un apartamento del edificio de enfrente. Por curiosidad, traté de descifrar lo que veían. Mi visión no es de mis mejores atributos por lo que tuve que abrir la ventana y asomar, casi la mitad de mi cuerpo estaba a la interperie e intentaba descubrir qué sintonizaban. Imposible. Con un movimiento suave acomodé mis gafas, entrecerré los ojos y observé atento. El viento me acariciaba provocador, el tráfico nocturno lograba mezclar lo demás. Una mujer, un hombre y sexo se proyectaban en la pantalla. Por un momento me sorprendí y senti un vacío expansivo en el estómago (efecto inevitable de la inmoralidad). Mi primer impuslo fue cerrar la ventana y voltear a otro lado, fingir, leer en français; pero curioso (y si quieren perverso) como soy, era imperdonable perdérmelo. Hice el libro a un lado y, titubeante, volví al balconcito. Asome de nuevo, aparante distracción, y lo bueno en todo esto es que la imagen seguía ahí. Era como mirar por un agujerito a la chica que se visteen el cuarto del al lado, el placer culposo y complejo del morbo, eso que no puedes evitar, eso magnético y tus ojos metal, la mano invisible y hercúlea que te toma por el mentón, te lastima, te desgarra la piel y el dolor que es delicioso porque sabes que tendrá recompensa. Había que contemplar la escena completa, goce encantador que no duró mucho. Paulatinamente, el ritmo tedioso de la pareja me hizo perder el interés (efecto ineludible de la pornografía) y comencé a interesarme por otros detalles del cuadro: la cortina transparente en ese color que las mujeres suelen llamar "crema" (yo insisto en que eso es comida), el sofá rojo, una taza humeante en la mesita de centro que debía ser té o café, los discos apilados junto a la lámpara, la alfombra de evidente pestilencia. De golpe, algo se movió en el sillón por lo que tuve que aplicar de nuevo mi técnica analítica. Pude ver una cabecilla cubierta de pelo castaño y el cuello de una camisa naranja. Se tocaba, pude saberlo por el brincoteo vibrador que los hombres conocemos. Sentí de nuevo un abismo en el estómago y una necesidad imperante de correr o encogerme o mirar con más atención. Venció eso inombrable de nuevo, una energía desconocida que quizás se llame indiscreción, la necesidad de presenciar el desenlace (aunque para la película y el estímulo forzosamente era el mismo). Me divertía en un sentido travieso y desafiante observar al individuo mientras el estaba seguro de su secreto. Yo transgresor rompiendo su entorno, un poder que se me otorgaba, la concesión de dominar, un privilegio a mi entera disposición como puntas de aguja en la polilla y lo bien que se sentía tener la capacidad de trastocar un entorno tan cerrado, lo que es de uno volverlo de dos y sólo entonces... mi mirada espectante.
Sorpresivamente el hombre (entonces comprobé que era hombre) se levantó y pude ver a un chico de 16 o 17 años, las facciones borradas por la distancia, boxers azules hasta las rodillas al igual que el pantalón y piernas delgadas. Caminó a la cocina (ventana contigua) y contestó el teléfono. Uno, dos, tres minutos y volvió a sentarse de espaldas a mí. Se tornó entretenido imaginar la situación completa porque muy probablemente los padres salieron a cenar con los Cohen al Mostaza (unos medallones de res gloriosos) o quizás fueron al esperadísimo concierto en el Teatro Nacional. El Casco Viejo está a quince minutos, así que por lo menos tiene media hora para sacar el video de su escondite, correrlo y correrse: temor, sigilo y cautela. Mira con tedioso interés porque ya se sabe las posiciones de memoria y mientras piensa que ya es hora de conseguir otro video ("le voy a decir a Moché") sustituye a los actores con él y una pareja asombrosamente versátil (Margoth, Karina, la prima Andrea...).
El brincoteo para sin aviso y aparece Astroboy en la pantalla. Los padres hacen su entrada triunfal. Jodida interrupción. Este tío es un puñetero cliché.
A partir de ese evento me volví totalmente autómata, dedicado a explorar las artes del espionaje. Me sentía como el personaje de "La Ventana Indiscreta" de Hitchcock en versión caribeña. A partir de las 10 de la noche tomaba mi silla y me sentaba para mirar por la ventana, me encanta que la gente comparta conmigo. Empecé a reconocer caras, cuerpos e itinerarios; lo exótico se mezcló con lo común, lo extravagante y lo habitual de la mano, acariciándome hasta la nausea como el olor a cilantro que se te escurre por la garganta. Tiempo pesado parecido a camellos u hormigas, eso que nos oprime o conforma o completa, pero que no... sí, ya sabemos que no.
El jueves el matrimonio del siete en el Brisa Panamá tuvo una riña. Ella agitaba las manos en el aire y después se tapaba los oídos con las palmas de las manos mientras gritaba. Él se tocaba el pecho y luego apuntaba en varias direcciones. Gritaban. En el contraste nocturno de la ventana, pude ver cómo se acercaban más en el ritual que sospeché a dónde llegaría. Con la cara descompuesta de ira, la mujer echó el cuerpo hacia adelante y él contestó con una bofetada de proporciones meteóricas, lo que la hizo estrellarse con la barra de la cocina. Lloraba al ritmo de espasmos en el vientre y de no ser por que vi sus lagrimas, podría haber pensado que se estaba riendo. El hombre desapareció del cuadro y ella se estuvo un rato sentada en el piso, el pelo rubio corrido que le cubría la cara, de cuando en cuando se tocaba suavecito la mejilla lo que la hacía temblar de nuevo. Estuvo así quince minutos, pero antes de los cinco yo ya miraba a la dama del 3 en Miraflores que daba cena a sus hijos. El nene más pequeño tiró la leche y comenzó a llorar.
El sábado, el solitario del 8 en Marbella tuvo visita. Otro hombre de entre 25 y 30 (traje gris, corbata roja) entró como a las 11 (y parece que la luna los altera). Llevaba una bolsa en la mano con algo que resultó ser comida china y mientras la dejaba en la mesa, se besaron. Cuando hubieron terminado, prepararon la mesa entre los dos y se sentaron a comer. A veces uno ponía un bocado en la boca del otro en un afán romántico-grotesco, como de viuda negra. Cuando terminaron, el solitario recogio los platos y esperaba sugestivo a que la visita tomara la iniciativa, se adivinaba en los movimientos. El primero se inclinó geométricamente para tomar el vaso del segundo y éste lo tomo por el cuello. Se besaron largo rato en una posición que encontré decididamente incomoda y acto seguido, apagaron la luz.
Era lo peor cuando alguno de los observados mostraba pudor y apagaba los focos. Quedaba en mi la sensación opresiva de querer ver el final del capítulo. Seguías toda la emisión fielmente, cuando de repente un hijo de puta prevenido se decidía por la oscuridad y cortaba de tajo la historia, quedándose uno enganchado sin la conclusión, teatro envuelto en colchones mullidos de tinieblas y sonidos de ciudad a las tres de la madrugada. Entonces sólo me quedaba un espejo y mi gemelo del otro lado de la calle, desconcertado y molesto como yo, el coro de una sola voz sucia, la intromisión que se anidaba dentro como un ladrillo o tulipanes densos y grises sobre los pulmones, una insatisfacción tectónica. ¿Cómo saber si consumaron su amor (¿dije amor?) o el invitado recibió una llamada de su esposa o el anfitrión se quedó dormido o millones de mapaches invadieron el departamento, atraídos por el olor a sudor y dulces de menta o...? No parecían darse cuenta que los detalles son los que hacen la historia. Sí, lo peor era que apagaran la luz, las cortinas opacas, los cuartos del fondo...
En diez días observé infinidad de reacciones, secretos y rutinas. En 10 noches descifré modus vivendi, traumas, filias, fobias. La del 13 en el Mejestic se saca los mocos y los unta detrás del refrigerador, a los niños del 15 no les gusta el tomate, el del 8 en Condesa practica el violín (y no es muy bueno), al del onceavo en Tuscany le gusta espiar por la ventana...
El núcleo mas preci(o)so de la naturaleza humana, esa dialéctica asfixiante en peceras de aire y sus gotas enormes desbordantes de vida. Mi propio y terrenal reality show, la naturaleza desgarradora y mordaz. Ilimitada fuente de luna, abstracción desmedida.
Este relato siguiente está tomado de 'Mis armas secretas' de Hzowy. Léanlo, vale la pena a pesar de tanta letra; si les interesa, luego les paso la dirección, pues no quiero andar promoviendo blogs que no sé si desean privacidad.
"Aquello estaba invadido de bebés..."
Mis parientes viven en el onceavo piso del edificio Tuscany Tower sobre la avenida Winston Churchill en una zona conocida como Punta Paitilla, perteneciente a la Ciudad de Panamá. El área es una de las más exclusivas como se puede constatar por los altos edificios de arquitectura "Miami Vice" con vista al mar o las calles repletas de Mercedes-Benz y Jaguars.
El movimiento en la ciudad es mas bien furtivo, pareciera que no hay muchas personas o andan muy rapido por todos lados, agazapados entre los matorrales, mirando entre cada hoja para asegurarse y después salir corriendo hacia el próximo arbusto y así. Incluso ir al centro comercial no es tan divertido porque la gente es otra cosa, no en un sentido metafísico, sino que hay una incompatibilidad manifiesta. Caminar no tenía el mismo efecto relajante de siempre y me resultaba abrumador notar que todo áquello estaba lleno de pijos: un montón de judíos con su camisitas (Hard Rock Cafe Jerusalem) y sus gorritas y su estupidez (y uno se sorprende lo iguales que son todos); los chinos y japoneses totalmente estoicos y el ocasional negro que podía darse el lujo de caminar por la zona. A falta pues, de opciones, decidí avocar mis dos semanas de estancia a la lectura y ese canal francés con paupérrima programación... y quizás observar. En un principio me pareció casi didáctico abrir los grandes ventanales que apuntan al sur y mirar. No hacía falta mirar algo concreto, pronto desapareció mi objeción y me deleitaba por horas girando azarosamente mientras leía con ese aire de Mimarine Kirigoe. El sol lo iluminaba todo, la playa no cubría nada y mi invierno transgredido; con todo eso me sentaba a ver a las personas que caminaban fugitivas en dirección al mar (oeste) o al Multicentro (este).
De noche se apreciaba dolorosamente diferente porque no hay gente ni luz. El viento se confabula con todo lo demás para obligarnos a hacer algo estúpido como leer a Cortázar con ganas de sentirse intelectual y misterioso mientras un mechón de pelo negro le cubre la mitad de la cara, cruzando las piernas sugestivamente homosexual, sugestivamente a nadie, al vidrio y su ventana, a la pared angosta y baja. Por lo menos eso es lo que pensaba de la ventana con sus noches y la luna invadiendo el rellanito con su balcón de aparador o de jaula de zoológico, una falta absoluta de potencial, y como siempre, como toda mi vida que consistentemente es un error, estaba equivocado.
Encontrámdome pues, en el el decimoprimer piso, me era fácil ubicar los apartamentos que coincidían con el mio en edificios contiguos (Toledo, Vizcaya, Majestic...) e incluso podía darme el lujo de observar lo que pasaba algunos pisos arriba y algunos pisos abajo en una cascada vouyerista inevitable. Fue cuando empecé a infiltrarme. Algún día me encontraba rabiando y decidí sentarme en el amistoso balconcito a oscuras, con la respiración entrecortada, como siempre que pierdo los estribos. Decidí sentarme ahí por el potencial relajante del lugar y por la bellísima-monótona vista que ofrece. Quizás no encendí la luz para no aullentar el aire romántico y desgarrador que invadia el cuarto, pero no podría asegurarlo. Mas tarde pensé que sería estimulante tirar un colchón y hacer el amor junto a la ventana, viendo los edificios con sus luces que se prenden y se apagan (al azar en un espectáculo multicromático-nocturno-habitacional-polimórficamente lento). Craso error. Mientras miraba, mientras disfrutaba del paisaje, con el rabillo del ojo atisbé la imagen inestable de un televisor en un apartamento del edificio de enfrente. Por curiosidad, traté de descifrar lo que veían. Mi visión no es de mis mejores atributos por lo que tuve que abrir la ventana y asomar, casi la mitad de mi cuerpo estaba a la interperie e intentaba descubrir qué sintonizaban. Imposible. Con un movimiento suave acomodé mis gafas, entrecerré los ojos y observé atento. El viento me acariciaba provocador, el tráfico nocturno lograba mezclar lo demás. Una mujer, un hombre y sexo se proyectaban en la pantalla. Por un momento me sorprendí y senti un vacío expansivo en el estómago (efecto inevitable de la inmoralidad). Mi primer impuslo fue cerrar la ventana y voltear a otro lado, fingir, leer en français; pero curioso (y si quieren perverso) como soy, era imperdonable perdérmelo. Hice el libro a un lado y, titubeante, volví al balconcito. Asome de nuevo, aparante distracción, y lo bueno en todo esto es que la imagen seguía ahí. Era como mirar por un agujerito a la chica que se visteen el cuarto del al lado, el placer culposo y complejo del morbo, eso que no puedes evitar, eso magnético y tus ojos metal, la mano invisible y hercúlea que te toma por el mentón, te lastima, te desgarra la piel y el dolor que es delicioso porque sabes que tendrá recompensa. Había que contemplar la escena completa, goce encantador que no duró mucho. Paulatinamente, el ritmo tedioso de la pareja me hizo perder el interés (efecto ineludible de la pornografía) y comencé a interesarme por otros detalles del cuadro: la cortina transparente en ese color que las mujeres suelen llamar "crema" (yo insisto en que eso es comida), el sofá rojo, una taza humeante en la mesita de centro que debía ser té o café, los discos apilados junto a la lámpara, la alfombra de evidente pestilencia. De golpe, algo se movió en el sillón por lo que tuve que aplicar de nuevo mi técnica analítica. Pude ver una cabecilla cubierta de pelo castaño y el cuello de una camisa naranja. Se tocaba, pude saberlo por el brincoteo vibrador que los hombres conocemos. Sentí de nuevo un abismo en el estómago y una necesidad imperante de correr o encogerme o mirar con más atención. Venció eso inombrable de nuevo, una energía desconocida que quizás se llame indiscreción, la necesidad de presenciar el desenlace (aunque para la película y el estímulo forzosamente era el mismo). Me divertía en un sentido travieso y desafiante observar al individuo mientras el estaba seguro de su secreto. Yo transgresor rompiendo su entorno, un poder que se me otorgaba, la concesión de dominar, un privilegio a mi entera disposición como puntas de aguja en la polilla y lo bien que se sentía tener la capacidad de trastocar un entorno tan cerrado, lo que es de uno volverlo de dos y sólo entonces... mi mirada espectante.
Sorpresivamente el hombre (entonces comprobé que era hombre) se levantó y pude ver a un chico de 16 o 17 años, las facciones borradas por la distancia, boxers azules hasta las rodillas al igual que el pantalón y piernas delgadas. Caminó a la cocina (ventana contigua) y contestó el teléfono. Uno, dos, tres minutos y volvió a sentarse de espaldas a mí. Se tornó entretenido imaginar la situación completa porque muy probablemente los padres salieron a cenar con los Cohen al Mostaza (unos medallones de res gloriosos) o quizás fueron al esperadísimo concierto en el Teatro Nacional. El Casco Viejo está a quince minutos, así que por lo menos tiene media hora para sacar el video de su escondite, correrlo y correrse: temor, sigilo y cautela. Mira con tedioso interés porque ya se sabe las posiciones de memoria y mientras piensa que ya es hora de conseguir otro video ("le voy a decir a Moché") sustituye a los actores con él y una pareja asombrosamente versátil (Margoth, Karina, la prima Andrea...).
El brincoteo para sin aviso y aparece Astroboy en la pantalla. Los padres hacen su entrada triunfal. Jodida interrupción. Este tío es un puñetero cliché.
A partir de ese evento me volví totalmente autómata, dedicado a explorar las artes del espionaje. Me sentía como el personaje de "La Ventana Indiscreta" de Hitchcock en versión caribeña. A partir de las 10 de la noche tomaba mi silla y me sentaba para mirar por la ventana, me encanta que la gente comparta conmigo. Empecé a reconocer caras, cuerpos e itinerarios; lo exótico se mezcló con lo común, lo extravagante y lo habitual de la mano, acariciándome hasta la nausea como el olor a cilantro que se te escurre por la garganta. Tiempo pesado parecido a camellos u hormigas, eso que nos oprime o conforma o completa, pero que no... sí, ya sabemos que no.
El jueves el matrimonio del siete en el Brisa Panamá tuvo una riña. Ella agitaba las manos en el aire y después se tapaba los oídos con las palmas de las manos mientras gritaba. Él se tocaba el pecho y luego apuntaba en varias direcciones. Gritaban. En el contraste nocturno de la ventana, pude ver cómo se acercaban más en el ritual que sospeché a dónde llegaría. Con la cara descompuesta de ira, la mujer echó el cuerpo hacia adelante y él contestó con una bofetada de proporciones meteóricas, lo que la hizo estrellarse con la barra de la cocina. Lloraba al ritmo de espasmos en el vientre y de no ser por que vi sus lagrimas, podría haber pensado que se estaba riendo. El hombre desapareció del cuadro y ella se estuvo un rato sentada en el piso, el pelo rubio corrido que le cubría la cara, de cuando en cuando se tocaba suavecito la mejilla lo que la hacía temblar de nuevo. Estuvo así quince minutos, pero antes de los cinco yo ya miraba a la dama del 3 en Miraflores que daba cena a sus hijos. El nene más pequeño tiró la leche y comenzó a llorar.
El sábado, el solitario del 8 en Marbella tuvo visita. Otro hombre de entre 25 y 30 (traje gris, corbata roja) entró como a las 11 (y parece que la luna los altera). Llevaba una bolsa en la mano con algo que resultó ser comida china y mientras la dejaba en la mesa, se besaron. Cuando hubieron terminado, prepararon la mesa entre los dos y se sentaron a comer. A veces uno ponía un bocado en la boca del otro en un afán romántico-grotesco, como de viuda negra. Cuando terminaron, el solitario recogio los platos y esperaba sugestivo a que la visita tomara la iniciativa, se adivinaba en los movimientos. El primero se inclinó geométricamente para tomar el vaso del segundo y éste lo tomo por el cuello. Se besaron largo rato en una posición que encontré decididamente incomoda y acto seguido, apagaron la luz.
Era lo peor cuando alguno de los observados mostraba pudor y apagaba los focos. Quedaba en mi la sensación opresiva de querer ver el final del capítulo. Seguías toda la emisión fielmente, cuando de repente un hijo de puta prevenido se decidía por la oscuridad y cortaba de tajo la historia, quedándose uno enganchado sin la conclusión, teatro envuelto en colchones mullidos de tinieblas y sonidos de ciudad a las tres de la madrugada. Entonces sólo me quedaba un espejo y mi gemelo del otro lado de la calle, desconcertado y molesto como yo, el coro de una sola voz sucia, la intromisión que se anidaba dentro como un ladrillo o tulipanes densos y grises sobre los pulmones, una insatisfacción tectónica. ¿Cómo saber si consumaron su amor (¿dije amor?) o el invitado recibió una llamada de su esposa o el anfitrión se quedó dormido o millones de mapaches invadieron el departamento, atraídos por el olor a sudor y dulces de menta o...? No parecían darse cuenta que los detalles son los que hacen la historia. Sí, lo peor era que apagaran la luz, las cortinas opacas, los cuartos del fondo...
En diez días observé infinidad de reacciones, secretos y rutinas. En 10 noches descifré modus vivendi, traumas, filias, fobias. La del 13 en el Mejestic se saca los mocos y los unta detrás del refrigerador, a los niños del 15 no les gusta el tomate, el del 8 en Condesa practica el violín (y no es muy bueno), al del onceavo en Tuscany le gusta espiar por la ventana...
El núcleo mas preci(o)so de la naturaleza humana, esa dialéctica asfixiante en peceras de aire y sus gotas enormes desbordantes de vida. Mi propio y terrenal reality show, la naturaleza desgarradora y mordaz. Ilimitada fuente de luna, abstracción desmedida.
1 Comments:
Wow... muy morbosamente interesante, cuando yo salía a la terraza a ver la ciudad en la noche más de una vez pude ver los Simpsons en la televisión de la Hildegar... definitivamente no es lo mismo que pornografía o amoríos homosexuales pero debo coincidir en que es verdaderamente interesante simplemente imaginar que tienes un poco de acceso a la realidad que las personas solo muestran cuando creen que están solas.
By gabo, at 10:27 a.m.
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