Caldo de cultivo

19.12.04

Júrame que no has visto la linea delatora de las pequeñas lumbres nocturnas...

Esa linea, inflexible e imparable, que derrota al sahuaro largo y a sus lanzas tenaces y vigías; lo asfixia con agua pétrea, negra y espesa hasta el cuello, y, sin titubeos, ahoga su rostro congelado de terror.

Yo ví su rostro...


En las lejanías, la desesperación comienza a tomar su lugar y se encienden sendas antorchas, abriendo, penosamente, fisuras en la penumbra aterradora.

También ví la desesperación...


Todos los colores son marchitos, oxidándose acres y fogozos allá donde las antorchas desesperan; hasta el color del viento es marchito, quién acaricia perturbantemente frente y testuz, avisando que seguirá flotando entre los pastos y las hojas del mezquite, con vaivenes invisibles... misteriosos.

Los más grandes, se erigen estoicos ante la inminencia de la desquiciante plaga; una muralla de montes inertes alzan el cuello, pero yo no creo que haya sido la valentía, puesto que los he visto buscar, llenos de miedo, la última bocanada de aire, la última de color. Y al final, cuando el más pequeño de los desfaldados cerros se ahoga, el ejército implacable y marchitante, se desborda tras el horizonte, como petróleo denso y profundo, dando noticia de que la penumbra ya ha llegado más allá de la mirada.

Yo lo ví. Al final todo es una calma mortuoria...


Después, la serpiente, la liebre y el coyote, recorren silenciosos la negrura, espías y delatores de cualquier color viviente oculto entre la sombra.

Solo es el cielo, perforado y nocturno, quién permite el paso a la Luna materna y sosegada. Ella, con su elegante séquito estelar, se aferra débil y triste cual pintora a colores apagados, retocando inútilmente al pasto y a las rocas, ya muertos y oscuros, con una tenue palidez blanquecina, como caricia lastimosa, como obituario lamentable.

Yo lo ví. Apagado y bello, como el silencio después de la guerra...

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